De Augusto Monterroso
Había una vez una rana que quería ser una rana auténtica, y
todos los días se esforzaba en ello.
Al principio se compró un espejo en el que se miraba
largamente buscando su ansiada autenticidad. Unas veces parecía encontrarla y
otras no, según el humor de ese día o de la hora, hasta que se cansó de esto y
guardó el espejo en un baúl.
Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor
estaba en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a
desvestirse (cuando no le quedaba otro recurso) para saber si los demás la
aprobaban y reconocían que era una rana auténtica.
Un día observó que lo que más admiraban de ella era su
cuerpo, especialmente sus piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas
y a saltar para tener unas ancas cada vez mejores, y sentía que todos la
aplaudían.
Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a
cualquier cosa para lograr que la consideraran una rana auténtica, se dejaba
arrancar las ancas, y los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a oír
con amargura cuando decían que qué buena rana, que parecía pollo.
FIN